La conciencia es una dimensión inherente a la condición humana, como dice el Vaticano II: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal”.
La conciencia moral es la necesaria mediación sujetiva de la moralidad. No genera la moralidad en cuanto que no crea la realidad. Pero tampoco se reduce a su actuación a la mera repetición aséptica de los valores objetivos. Por la razón de su fuerza obligante y manifestiva, ejerce una función mediadora entre la realidad y la situación personal.
La conciencia moral alcanza su total comprensión y su completa realización cuando es entendida y vivida en clave religiosa. Nos dice el Vaticano II: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más intimo de aquella. Es la conciencia la que, de modo admirable, da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo”.
La dignidad e importancia de la conciencia moral se mide desde la dignidad y valor de la persona. Esta da su dignidad a la conciencia. Por eso la conciencia, lo mismo que la persona, tiene el derecho a la inviolabilidad. Por su parte, la conciencia devuelve la dignidad a la persona, según los dictámenes de la propia conciencia será juzgado personalmente cada hombre. La persona no puede ser avasallada por la razón de su conciencia. La moral tiene una función humanizadora, origina convergencia y ámbito de actuación común entre los hombres de buena voluntad, además impide caer en la intolerancia y propicia el diálogo y la confrontación.
La reflexión moral-teológica ha condensado la doctrina de la tradición cristiana sobre la formación de la conciencia, señalando tres grandes condiciones para que la moral funcione como una norma interiorizada de la moralidad y pueda construir la última instancia de la apelación ética. Las condiciones son: a) Rectitud/vs conciencia viciosa: es la conciencia que actúa con autenticidad. b) Verídica/vs equívoca o errónea: actúa conforme a la verdad moral objetiva. c) Certera/vs conciencia dudosa: es la conciencia que actúa con convicción.
Según las aportaciones en clase, la conciencia posee unas funciones: a) indicativa: descubrimos el mal y el bien; lo que humaniza. b) imperativa o normativa: actúo en cuanto entiendo o percibo el bien; pero si me doy cuenta que no es conveniente, entonces lo rechazo. c) Judicante o evaluativa: es lo que juzga, es la consecuencia de la acción. Si fue una buena decisión, trae satisfacción, pero si es lo contrario, surgen los remordimientos, etc.
Por otro lado está la necesidad de la formación de la conciencia. El discernimiento es el cause funcional de la conciencia moral. El proceso del discernimiento, en la persona, toma en cuenta dos elementos: la dimensión sujetiva: que viene siendo la conciencia y la dimensión objetiva: que es la ley. Pero hay que tomar en cuenta que el cristiano no se basa meramente en una ley exterior y fría, sino que el objeto y el objetivo del discernimiento moral es la voluntad de Dios. Hay que llegar a armonizar las dos dimensiones, para no caer en unilateralidad o en limitaciones de visión, evitamos el subjetivismo ético y el objetivismo o legalismo.
En la formación de la conciencia hay que tomar en cuenta el proceso evaluativo de las acciones morales, propiciar que la persona buque el equilibrio en la conducta moral, se busca prevenir y corregir los posibles falseamientos de la conciencia moral, etc.
La formación de la conciencia es un proceso, que pasa de la armonía hasta la autonomía, pasando por la heteronomía, socionomía, etc. en este proceso, la autonomía es una maduración de la conciencia. Tal formación de la conciencia tiene que ir en pro de la verdad y del bien.
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