lunes, 24 de julio de 2017
Visión Antropológica en el Concilio Vaticano II.
La Gaudium et Spes es una Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. La misma está compuesta en dos partes: la primera parte consta de cuatro capítulos y la segunda de cinco capítulos. En la primera parte la cual es doctrinal resalta que la dignidad de la persona humana se funda en que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por el contrario, el pecado rebaja la dignidad del hombre. El concilio subraya la dimensión comunitaria de la dignidad humana y delinea el sentido de la actividad humana en el mundo. En la segunda parte se ocupa del matrimonio y la familia, la cultura, la vida económica, social, la comunidad política y los problemas de la paz y la cooperación internacional. Al inicio de la primera parte de la Constitución se plantean una serie de cuestionantes ¿Qué piensa la Iglesia sobre el hombre? ¿Qué recomendaciones se han de hacer para edificar la sociedad actual? ¿Cuál es el significado último de la actividad humana en el universo? Estas preguntas esperan una respuesta.
En el tratado de la dignidad de la persona humana queda bien claro el hecho de que todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación, pero todavía sigue la pregunta ¿Qué es el hombre? A esta pregunta muchas opiniones ha dado y da el hombre sobre sí mismo, diferentes y contradictorias en las que a menudo se exalta a sí mismo como regla absoluta o se hunde hasta la desesperación, de ahí sus dudas y ansiedades. En este sentido la Sagrada Escritura enseña que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, capaz de conocer y amar a su Creador y que ha sido constituido por el Señor de todas las criaturas terrenas para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que cuides de él? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies.
Dios no creó al hombre solo, sino que lo creó hombre y mujer. Esta forma de comunión asociación entre constituye la primera forma de comunión entre personas. El hombre es por su íntima naturaleza un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. Dios todo lo que hizo fue bueno. Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. El hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden con respecto a su fin último y, al mismo tiempo toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas. Es por ello que el hombre esté dividido en su interior, toda su vida humana, regular o colectiva, aparece como una lucha, un poco dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El hombre no es capaz de vencer por sí mismo los ataques del mal, porque cada uno se siente atado con cadenas. El Señor vino para liberar y fortalecer al hombre, renovándolo interiormente y arrojando fuera al príncipe de este mundo, que lo tenía retenido en la esclavitud del pecado. El pecado disminuye al hombre mismo impidiéndole la consecución de su propia plenitud. El hombre está constituido por cuerpo y alma, el hombre por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo, estos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino, que por el contrario, tiene que considerar, su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día.
El hombre no se equivoca cuando se reconoce superior a las cosas corporales y no se considera sólo una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. Pues en su interioridad, el hombre es superior al universo entero: retorna a esta profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios, que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide su propio destino. En este sentido al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz procedente sólo de las condiciones físicas y sociales, sino, que, por el contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad. En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella. En cuanto a la grandeza de su libertad que nuestros contemporáneos tanto estiman y buscan con entusiasmo y ciertamente con razón. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre.
Dios quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión, de modo que busque sin coacciones a su Creador y adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección. La dignidad del hombre requiere una elección consciente y libre, es decir movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta libertad cuando se libera de toda esclavitud de las pasiones y prosigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados. La libertad del hombre, herida por el pecado, sólo puede hacer plenamente activa esta ordenación a Dios con la ayuda de la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su propia vida ante el tribunal de Dios, según haya obrado el bien o el mal. El máximo misterio de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición eterna. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte.
Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano. Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. En cuanto al misterio del hombre el mismo sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. En cuanto a la Interdependencia entre la persona humana y la sociedad
La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación. De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su libre voluntad. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos. Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.
En cuanto al respeto a la persona humana descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro. En nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del Señor cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis. No sólo esto, cuanto atenta contra la vida, homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancos y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana. Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.
Con relación a la actividad humana en el mundo siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo. Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad. Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.
La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es no por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo. Por tanto, esta es la norma de la actividad humana que de acuerdo con los designios y voluntad divina, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación. Por último y a pesar de lo que hasta aquí se ha resaltado sobre la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto individual como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, cabe destacar que el Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana, resalta algunos de los problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano. Entre las numerosas cuestiones que le preocupan se encuentra el matrimonio, la familia, la cultura humana, la vida económico-social y política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo, para guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución a tantos y tan complejos problemas.
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